He construido mi vida
alrededor de las preguntas. Sus hijas, las respuestas, con frecuencia me han
parecido volubles y engañosas, tan mutables como el día en que se formulan.
Pero las preguntas, ¡oh, las preguntas!, son tan profundas, tan limpias y tan puras,
que abren la puerta al mundo entero.
No significa aquello que
no disfrute de la búsqueda de una buena respuesta, una que conmueva, una que
signifique, una que con suerte traiga paz. Porque las respuestas, a pesar de
sus infinitas subjetividades, suelen dar sosiego y calma a quien las encuentra.
Este texto, una confesión
de creencias y pecados propios, habla de preguntas y respuestas. Como ya dije,
seguramente las segundas no sean más que asuntos temporales; mañana, o quizás
en unas horas cuando este texto salga de la imprenta o la impresora, serán
distintas. Pero, las primeras seguirán allí, señalándome el camino. Dadas las
advertencias, comencemos.
Sobre la definición de poesía
Hay preguntas a las
cuales temo. Me acerco a ellas con la certeza de no tener una respuesta, de no
poder decir más que silencios (porque el silencio, aunque suene extraño,
también puede decirse).
Una de aquellas, vestida
de fantasma, es la que abre este texto: ¿qué es la poesía? Para colmo, esa
pregunta suele venir arrastrando con ella las cadenas de aquel otro fantasma
que gusta de asechar a los que escriben: ¿qué es un poema?
Hay quienes, por mucho
más versados, se han atrevido a dar una respuesta. Los hay que hablan de
misticismos, de puertas hacia otros mundos, de hermafroditas, magos y
alquimistas, de conexiones con lo sagrado. Los hay quienes, más técnicos, sólo
dan respuestas anodinas y asépticas, de esas que matan en el camino toda la
vida que en sus márgenes podría desarrollarse.
Yo no tengo respuestas
para dar. Hay fantasmas a los que contemplo desde el borde de la puerta. Sin
embargo, cuando busco refugio frente a la incertidumbre, vuelvo siempre a lo
que me dijo en la infancia el diccionario: La poesía es la manifestación de la
belleza por medio de la palabra.
Por ende
una palabra
(tan solo una)
puede ser
(en los ojos
adecuados)
un
poema
De puntuaciones y palabras repetidas
En el primer párrafo de
este texto el corrector señala un error. La palabra tan está
usada tres veces en una misma frase. La revisión aclara que es un error de
concisión, que debo revisar el uso reiterado de esa forma. En la palabra final
del texto sobre una sola palabra (digo texto pues temo al espectro de llamarlo
poema) falta el punto final. En algún otro párrafo aparece una coma (,)
puesta justo antes de la conjunción y, asunto que las normas
dictan como un error que debo corregir.
Soy consciente de todos aquellos
errores y sin embargo los cometo reiterativamente.
Quienes leen partituras,
especialmente de música clásica, encuentran sobre ellas pequeñas palabras en
italiano: allegro, adagio, crescendo, staccato, coda. Son palabras que
funcionan como indicadores de intención. El músico que lea sobre una serie de
notas la palabra staccato deberá hacer que cada nota suene como un solo
golpe definido, independiente de los demás. Si, en cambio, encuentra la palabra
legato, deberá hacer que las notas suenen de manera fluida, como si
estuvieran tomadas de la mano las unas con las otras en un movimiento continuo;
en un río que fluye entre compases. En la palabra escrita la puntuación es
también (con el perdón de los puristas) signo de intención. Le dicen al lector
dónde debe ir la pausa, dónde debe respirar, dónde debe cambiar el tono de su
voz.
Quizá sea más fácil
explicar lo que quiero decir con un par de ejemplos. Así que ruego a quien pase
los ojos sobre este texto que lea cada frase en voz alta.
Todo lector que entienda
de la música de las palabras habrá de distinguir el sonido que la puntuación cambia
en estas frases:
·
Después llegó la madrugada que, de tanto
esperarla, les supo a poco.
·
Después llegó la madrugada, que de tanto
esperarla, les supo a poco.
La primera coma (,)
está movida tan solo una palabra, nada más que eso. Pero el sonido de ambas
frases es distinto.
Uno de los modos, según
la norma, es el adecuado. El otro es un error. Cuánta razón tienen desde su
orilla de lectores de la corrección, pero desde otra orilla, la orilla del
oído, cuanta riqueza están perdiendo.
Vamos ahora con un segundo
ejemplo. La repetición de la palabra tan, esa que mencioné al
principio, da un ritmo distinto a la lectura. Veamos la frase de nuevo tal y
como estaba escrita en el primer párrafo:
·
Pero las preguntas, ¡oh, las
preguntas!, son tan profundas, tan limpias y tan puras, que abren la puerta al
mundo entero.
Obedeciendo a la
concisión debería haber eliminado el tan, pero una vez hecho eso,
en aras de la pulcritud, debí escribir la frase entera de manera más simple:
·
Las preguntas son tan profundas, que
abren la puerta al mundo.
Qué diferentes ambas
frases, qué distinto el canto de la voz en cada una de ellas.
El uno es un staccato,
el otro es un legato. El uno busca dar tiempo a que la idea crezca, el
otro aboga por la brevedad. El uno es
lento y moroso, el otro sufre de eyaculación precoz. La repetición de la
palabra tan coquetea abierta y descaradamente con la repetición
dada a la palabra preguntas. El monosílabo allí repetido, le
sonríe rítmicamente a aquel oh de unas palabras atrás, en un
juego entre ellas que responde a una intención de estilo.
Escondidos
(entre espacios y
puntuaciones)
hay secretos para
una
caligrafía de la
voz.
A propósito del ritmo
Algunos, más valientes
que yo, hablan de poéticas propias; se dicen poetas del silencio o de emoción,
de la duda o la pregunta, de la ruptura, de la nada o del vacío, de la soledad,
del tiempo. Otros reciben aquel bautismo de un tercero, que encuentra en algún
texto cierta preocupación que le inspira a nombrar al autor como poeta de tal o
cual cosa. En últimas, cualquier palabra
resulta excusa para crear una poética propia (y si me presionan, alguna palabra
diría para nombrarme, aunque seguramente la cambiaría en la página siguiente).
Como puede deducirse del numeral
anterior, me interesa particularmente el ritmo, pero al igual que con la
puntuación, heredo su significado de la música. El asunto se explica mejor si
el siguiente párrafo se lee en voz alta.
Entonces, ¿importa el
ritmo al narrar?
La respuesta obvia es sí.
Yo afirmo que es esencial. Lo puedo demostrar con esto. Es un texto con truco.
Cada frase tiene cinco palabras. Eso genera una estructura extraña. Cinco
palabras pueden decir mucho. Pero se vuelven muy aburridas. Es un texto muy
cansado. Se vuelve monótono y lento. Se vuelve casi una letanía. Esos textos
agotan al oído. ¿Y si cambiamos? Pasé de cinco a tres. Y eso rompió la
cadencia. Otra vez. Un ligero cambio de cantidad. Frases cortas.
Silencios. De repente puedes poner una frase con más palabras. Incluso
puedes darte el lujo de poner frases tan largas que cueste al lector leerlas
sin tomar antes una bocanada de aire fresco. Respira. Eso se llama ritmo. Ese
es el juego de las palabras. Entender que algunos párrafos requieren textos
largos que enriquezcan y otros en cambio requieren frases cortas. Silencios.
Cambios de velocidad. ¿Notas que no hay nada más que puntos e interrogaciones?
Tampoco había en él palabras largas de esas de seis o siete sílabas hasta que
aparecieron justo atrás las interrogaciones. Ellas también permiten cambiar el
ritmo. ¿Entendido? Eso es todo. Manejar el tiempo. Parar. Seguir. Parar. Ahora
recuerda. Este texto comenzó con sólo cinco palabras. Termina de la misma
manera.
Seguramente no será el
mejor ejemplo de un texto, digamos, poético, pero sí es un buen ejemplo de cómo
el ritmo, más allá de la puntuación, es vital para narrar. Podrían ponerse
comas y muchos otros signos de puntuación que enriquecieran la lectura, pero en
este caso sólo jugué con puntos. La labor de todo aquel que quiera poner o
quitar palabras del papel ha de ser también la de encontrar aquel ritmo secreto,
esa canción interna que ayuda a entender la música del narrador.
Acerca de una casa para la voz
Ritmo. Canción. Música.
Voz. Hablo de la música de las palabras en cada uno de estos párrafos, y para
eso siempre viene bien recordar que, quienes estudian el sonido mencionan
cuatro cualidades fundamentales:
·
La duración, que tiene que ver con el ritmo,
rápido o lento
·
El tono, que habla de la altura del
sonido, agudo o grave,
·
La intensidad, que hace referencia al
volumen y por ende puede ser fuerte o débil,
·
El timbre, que permite entender que dos
sonidos con la misma altura, volumen y duración suenen diferentes.
Muchos confunden el tono
con el timbre y dicen que el autor tiene un tono particular, cuando en realidad
quieren decir que tiene una voz o timbre particular. En mi escritura recuerdo
siempre esas cuatro cualidades y, amén del ritmo, presto una especial atención
a lo relacionado con el timbre. Me preocupa de manera especial que se note una
voz propia, que mi timbre esté presente en las palabras que pronuncio.
Las cualidades del sonido
no se transmiten directamente al texto escrito, es evidente, pero pueden servir
de guía a quienes se enfrentan al oficio de escribir. Dar una voz propia al
texto escrito dependerá de las palabras usadas y de la forma en la cual se
organicen. Dicho de otra forma, la palabra escrita debe volverse la casa
particular de quien escribe. Es allí donde podrá jugar con ellas; donde podrá
tomar la retórica con libertad para dar nuevos sentidos, cambiar el orden;
elegir palabras como quien escoge sus juguetes, donde podrá repetir y alterar y
transformar, y reincidir y aliterar y transdecir; donde podrá decir que odia el
sonido de la palabra concisión, con esas eses de sonidos seseantes que azuzan zigzagueantes
al oído; donde podrá afirmar que prefiere los murmullos a los susurros, aunque
ambos quieran decir lo mismo. Nadie debería nunca pasar por encima al derecho
de tener la palabra por casa propia. Y, en casa, cada cual pone la música que
ama.
Sólo así escribir volverá
a ser lo que siempre debió haber sido: una celebración.
Queda ahora, por párrafo
final, una pregunta a todos aquellos que quieran escribir:
¿Cuál
será
la
música
de
tus palabras?