El 17 de octubre del año 2018, en un accidente casero de
extrema ridiculez, Daniel Naranjo, el cronista de esta historia, se lastimó un
brazo. Durante todo el proceso publicó en su Facebook, en tiempo real, las
cosas que iban ocurriendo al interior de la sala de urgencias en un día
cualquiera, antes de la COVID. Esta es la crónica a partir de dichas notas.
La
historia comienza en la cama:
Suena el despertador con su típico gris metálico. Lo apago sin siquiera mirar
la hora. Me levanto, aún en medio del sueño y me dirijo hacia el baño. Hay tres
pasos desde la cama hasta la puerta del baño. Aun no entiendo cómo pero mi pie
derecho se enreda en la cobija y pierdo el equilibrio; caigo hacia el frente
aún en medio del sueño, estiro los brazos de manera instintiva para frenar el
golpe, pero el sueño lo nubla todo, hasta el instinto. Me desplomo sobre el
piso y grito.
El sueño desaparece. El dolor lo hace escapar y no deja espacio para nada más.
Con 82 kilos mal apoyados sobre el codo, la lesión es inminente; los nervios
del brazo lanzan corrientazos eléctricos que llegan hasta el sistema nervioso
central y golpean el cerebro sin mediación alguna. Las bandas de tejido fibroso
que conectan los huesos en la articulación del codo se extienden de más. Lloro.
Uso la mano izquierda para sostener el brazo derecho contra el cuerpo, lo
acomodo, como puedo, sobre el pecho. Con la mano izquierda desenredo el pie
derecho de la cobija, me pongo en pie y me recuesto sobre la cama. Trato de
mover el brazo, pero no lo consigo. Pruebo a mover los dedos. Funcionan. No
tengo ningún conocimiento médico, pero supongo que aquello es una buena señal.
Según la OMS, el 80% de los accidentes ocurren en el hogar. Los dos sitios más
peligrosos son el baño y la cocina. Las caídas, según informan, son la causa de
mortalidad más común entre las personas mayores de 65 años. A mis 39 años estoy
lejos de estar entre los dos grupos de mayor riesgo (adultos mayores y niños
menores de 11 años), pero seré parte de las estadísticas de accidentes domésticos.
Trato de mover el brazo y vuelvo a llorar. A pesar de mi aversión me queda
claro que debo ir a urgencias, pues temo que haya sido una fractura. Entro a la
ducha en medio del dolor. Me pongo una camisa amplia y me abrocho la correa
trabajosamente. En el morral empaco el cargador de mi celular.
Según el cálculo de ASOPARTES publicado en 2019
[i],
en el 90% de hogares del país no hay ni automóvil ni camioneta. Según
Supersalud
[ii],
el 90% de los colombianos no tiene acceso a servicios de medicina prepagada.
Ambos porcentajes se cumplen en mi caso, así que, como la inmensa mayoría, debo
comenzar en transporte público el famoso paseo millonario del sector salud.
El paseo
millonario:
Un taxi me lleva a mi IPS en La Ceja, un pueblo en el oriente antioqueño con
poco más de 50.000 habitantes. Es una de las poblaciones con mayor cantidad de
bicicletas por familia y persona Tierra de campesinos, cultivadores y
trabajadores en el sector floricultor. Cuenta con dos centros de salud
importantes, la Clínica San Juan de Dios de la Ceja y el Hospital de La Ceja.
Sin embargo, para las atenciones de las EPS normalmente no se accede
directamente a esos lugares, sino a centros de atención propios, desde los
cuales se remite a los pacientes. Después de 20 minutos me atienden por la vía
de lo que se denomina una cita no programada.
Un médico me revisa rápidamente, dice que lo primero es descartar si hay
fractura o esguince, y que para eso debo ir a realizarme una radiografía.
Agrega que, por la situación, debo ir al centro regional, es decir, a un
hospital de mayor nivel. Es interesante su elección de palabras: situación.
Asumo, erróneamente, que se refiere al tipo de accidente que tuve, pero unas
horas más tarde entenderé a qué se refiere.
El centro regional del que me habla es la Clínica San Juan de Dios del
municipio de Rionegro. Allí se atiende, principalmente, a los habitantes del
municipio, la segunda ciudad de importancia en Antioquia, pero por su ubicación
y capacidad, se presta servicio a los 23 municipios que conforman el oriente
antioqueño. También se reciben enfermos provenientes de otros departamentos.
Salgo del puesto de atención sosteniéndome el brazo. Camino cuatro cuadras
hasta la terminal de transporte donde compro un tiquete para el transporte
público que me lleva hasta la terminal de Rionegro. Evalúo con atención en que
puesto deberé sentarme para evitar que alguien me lastime, considero cómo
deberé bajarme del bus. Cuando llegue a la terminal de Rionegro deberé tomar un
taxi hasta el San Juan de Dios o caminar cerca de 15 cuadras. Me decido por la
primera opción y me considero afortunado porque puedo pagar un taxi sin que se
afecte el presupuesto mensual. La mayoría de los colombianos no pueden darse
ese lujo y cualquier emergencia médica que se tenga se cruzará con la
emergencia constante que representa la pobreza.
Después de cerca de 40 minutos de viaje, primero en un microbús y luego en el
taxi, llego a la sala de urgencias. Lo primero que me impresiona es la entrada.
Son las 10 de la mañana y una reja metálica impide la entrada a la zona de
urgencias. Afuera, al lado izquierdo, una pequeña ventana con una fila de
personas que presentan documentos para entrar. La mayoría de personas va en
pareja, y uno de ellos se apoya sobre el otro. Apoyado en la reja, justo al
lado de la puerta, un vigilante descansa los codos y saca las manos. Me
recuerda la imagen de las personas en la cárcel que miran hacia afuera.
Quien se acerca a la pequeña ventana escucha más o menos el mismo diálogo,
inaudible para los demás. Luego la persona al otro lado del vidrio se pone de
pie y camina hasta donde está aquel vigilante que abre la puerta, y revisa
bolsos o maletines. También será mi caso.
Al fin llega mi turno.
-
¿A qué
viene?, me pregunta la secretaria.
-
Me mandaron de La Ceja porque me caí sobre el
codo esta mañana.
-
¿Qué EPS?
-
Coomeva.
Con un gesto de desaprobación rellena varios papeles y luego
camina hasta donde está el vigilante. La puerta se abre y me entregan un grupo
de papeles. El vigilante me señala una silla en medio de la sala de urgencias.
Cierra la reja y vuelve a apoyar sus codos.
Triage:
La sala de urgencias es una habitación cuadrada. Sillas plásticas en fila
marcan el espacio. Al frente, un televisor que nadie mira. Al lado derecho una
puerta corrediza, y a su lado una pantalla muestra el número de la persona que
podrá pasar; al izquierdo, otra habitación con un escritorio. Todas las sillas
están ocupadas, se escuchan quejidos y toses. Algunos hablan. ¿Cómo vas? dicen
algunos. Los demás se toman alguna parte del cuerpo con las manos. En la
habitación de la izquierda se realizará el triage.
El triage es un sistema que usan los hospitales en todo el mundo y que permite
clasificar la gravedad de un paciente cuando llega a un servicio de urgencias.
En función de esto, y de los recursos de los que dispone el hospital, se puede
definir la prioridad de la atención. Debe ser la primera acción que ocurra
cuando una persona llegue a una sala de urgencias. Debe ser realizado por un
profesional en la salud. Debe ser, claro, pero no lo es. No es mi primera vez
en urgencias. Nunca mi primer contacto ha sido para un triage.
Mientras espero en la sala de urgencias veo llegar a una chica con dos agujeros
en la cara por un accidente mientras hacía deporte. También hay una señora, con
dolor de cabeza, vómito, y lengua entumecida. Hay otro montón de personas, pero
no escucho sus historias. Esperamos.
Han pasado cuarenta minutos. De la habitación a la izquierda alguien pronuncia
mi nombre. Cruzo la puerta y una enfermera me recibe los papeles que llevo en
la mano. Me hace una serie de preguntas. Cuando termina le pregunto yo.
-
¿Estas preguntas son para el triage?
-
Sí, así es, me dice.
Me entrega de nuevo los papeles y me indica la puerta
mientras me dice que el tiempo de espera promedio es de diez horas. En diez
horas me llamará el médico para hacerme la radiografía. Tal vez sea una
fractura, tal vez una luxación. Nada grave, lo sé, así que me llenó de
paciencia. Salgo de la habitación y recorro el espacio. Miro los avisos que
explican los niveles de triage. También miro un aviso que dice que si no es una
urgencia se cobrará el valor total de la consulta. Pienso en la paradoja de ese
mensaje: ¿Cuántas de las personas allí estarán pensando que ojalá sea una
urgencia, porque de lo contrario tendrán que asumir el costo total de la
consulta y tratamiento?
Vuelvo a sentarme en una silla plástica. No dejo de sostener el brazo con mi
mano izquierda. Veo los papeles. Uno tiene el número 76. En la pantalla azul,
sobre la izquierda, el número es 41.
Un
encuentro inesperado:
Son las once de la mañana. No he desayunado y el hambre empieza a hacerse
presente. Pregunto al vigilante si puedo ir a desayunar.
-
Si sale tiene que volver a hacer el proceso
de nuevo, dice.
-
Es que sólo es ir comprar algo para comer. Un
pastel o algo.
-
Si sale tiene que volver a hacer el proceso
de nuevo, repite.
En la sala de urgencias no hay ni siquiera una máquina
expendedora. Durante años he sido docente en temas de servicio y siempre he
enseñado que, por medio de cosas simples, por ejemplo una estación de comida,
puede cambiarse completamente una experiencia de servicio. Las salas de
urgencia difieren de mi pensamiento.
Después de unos minutos le pregunto a la enfermera que me hizo el triage si hay
forma de sacarse la radiografía de forma particular y si eso cambia en algo el
tiempo de atención. Me dice que puedo hacerlo, claro, pero que si sale algún
problema en ella debo ir donde ortopedista, también particular, o volver a
hacer todo el proceso de nuevo. Me recomienda que me quede, que hoy no han entrado
casos graves.
Vuelvo a sentarme a la silla. En el morral tengo un paquete de galletas que
será tanto mi desayuno como mi almuerzo. Las como despacio y me pregunto
cuántos de los presentes estarán en la misma situación que yo. Espero.
Se abre la puerta de la izquierda y alguien me llama.
Se llama Esther (me invento el nombre para evitarle posibles problemas). Es
doctora hace dos años en el hospital.
-
¿Se
acuerda de mí?, dice, cuando me ve.
La miro, sin reconocerla, me concentro, y un destello cruza
mi memoria. En mi cabeza no es doctora. Es el rostro de una chica de escasos 17
años en un salón de clases viejo. En aquella época era profesor para la sede
Rionegro del SENA. Ella era una alumna en un grupo enorme lleno de jóvenes que
aún hoy, después de más de 15 años, recuerdo. Los alumnos de ese grupo eran
brillantes. Estudiaban por necesidad, porque sabían que tendrían el mismo
destino que sus padres, todos con empleos sumamente humildes. Creían que
estudiar era la única forma de conseguir un mejor destino. Algunos, como
Esther, estudiaban en el SENA mientras conseguían un cupo en la Universidad de
Antioquia o en la Universidad Nacional.
-
¿Vos
que haces aquí?, le pregunto. ¿Qué fue ese cambio de vida?
-
Es lo que siempre quise, profe, trabajar en
salud. Estoy hace dos años aquí, y ya voy a empezar la especialización.
Sus ojos brillan. Se nota que es feliz mientras me dice que
es doctora. Yo sonrío, y por un momento olvido el dolor en el brazo. Me siento
viejo al verla. Sonrío. Sus méritos no son míos, pero se siente parecido. Es
doctora y parece ser feliz de serlo.
A la Universidad de Antioquia, la universidad pública más grande del
departamento, se presentan semestralmente más de 50.000 personas. Es la misma
población de La Ceja, el pueblo donde comenzó esta historia. Los cupos totales
son cercanos a 5.000. De las personas que se presenten, 1 de cada 5 lo hace a
medicina. La cantidad de admitidos para ese programa es cercana a 150. Dicho de
otra forma: el 0.3% de los que aspirantes a la Universidad de Antioquia logran
cumplir su sueño de estudiar medicina. Esther fue, hace unos años, una de
ellas. Se presentó tres veces al programa hasta que por fin logró el puntaje
mínimo para ingresar.
Caminamos por un pasillo y me lleva hasta una silla, acomodada en un corredor
en frente de lo que parece ser una mezcla entre estación administrativa y
operativa. En ella un grupo de doctores, enfermeras y personal administrativo
se dedica a diversas funciones.
Me siento. Es una silla de espaldar alto, en un color que oscila entre el gris
y el azul. El forro de la tela está ligeramente roto, sobre todo en los
reposabrazos. Es una entre cuatro sillas iguales. La más hacia la derecha está
justo al lado de un tomacorriente en el cual una de mis nuevas vecinas a conectado
su teléfono celular. Miro el mío. Aún tiene batería.
Esther me hace varias preguntas y sale hacia la estación. Miro a mis compañeros
de sillas. Diez horas, pienso. ¿Qué hace una persona durante diez horas de
espera? Mira su celular, por supuesto, y si le gusta escribir tal vez narre lo
que le ocurre.
Viajeros frecuentes:
Se llama Catalina. Está en el hospital desde las seis de la mañana. Espera en
una de las sillas a mi lado.
-
¿Qué
le pasó?, me pregunta.
-
Una
caída, le respondo.
No le pregunto que le ocurre. Me parece una pregunta de
profunda intimidad y apenas nos estamos conociendo. Está sola y se nota en ella
el deseo de hablar. Está cansada de esperar, dice, porque todos los días es lo
mismo.
-
¿Lleva
mucho viniendo?, le digo, tratando de generar conversación.
-
Tres
días, responde.
-
Ah, es
que usted es viajera frecuente, le digo.
-
Yo no
tanto, don Carlos sí.
Don Carlos es otro compañero de silla. Está sentado a mi
derecha. Lleva un sombrero y un poncho con el que más o menos cubre un lado del
cuerpo.
-
¿Viene mucho?
-
Siempre me toca venir mucho a que me hagan
tratamiento.
-
¿Y
cómo va?
-
Controlado, dice.
Tampoco le pregunto que tiene, pero unos minutos más tarde
veo los síntomas. Una doctora se acerca a su silla y lo saluda.
-
¿Cómo
anda don Carlos?
-
Bien doctora,
dice.
-
¿Cómo
le ha ido con el drenado?
-
Un
poco mejor responde.
Al correr el poncho la enfermera descubre el brazo de don
Carlos. La piel parece a punto de estallar debida a la hinchazón. Tiene el
mismo ancho de su muslo.
-
Todavía le está cargando mucho, dice la
doctora.
Cubre de nuevo su brazo. Unos minutos más tarde un enfermero
empujando una silla de ruedas pasa a recogerlo.
Don Carlos recibe atención por medio del Sisben. Como él son
35 millones de colombianos. Mal contado es el 75% de la población. Un problema
con múltiples lecturas pues, por una parte, el Sisben debería atender
únicamente a las personas en situación de pobreza absoluta o indigencia. Eso
implica que poco más del 40% de los inscritos en el Sisben no deberían estarlo.
Algunos dicen que el problema de la salud es debido precisamente a eso: que
quienes pueden pagar no lo hacen. El problema parece ser otro. En el año 2017
las deudas a los hospitales y clínicas, por los servicios de salud prestados a
los usuarios del sistema de salud era de $8.2 billones de pesos. El asunto es
paradójico, pues Colombia es el país de América Latina con la cobertura más
alta en salud, superando el 95% de su población. De esa deuda, las EPS del
régimen contributivo, como la mía, deben cerca del 40% del total. Las EPS del
régimen subsidiado, como el Sisben, deben cerca del 30%. Por supuesto que el
hecho de que muchas personas estén afiliadas al régimen subsidiado y no
favorece la consecución de recursos, pero el problema principal no parece
deberse a ser parte del régimen que no corresponde, sino a que las EPS no pagan
a los hospitales sus deudas. De eso me enteraré más tarde, cuando escuche a un
empleado decir que el motivo por el que me enviaron al hospital de Rionegro
fue, precisamente, que mi EPS acumulaba una cartera superior a 60 días de más
de $587 millones de pesos con los hospitales[iii].
En la Ceja decidieron dejar de atender a sus afiliados hasta que no disminuya
dicha deuda.
Don Carlos, con sus papeles del Sisben, se aleja por un
corredor rumbo a su drenaje de turno.
- Ya vengo a recogerlo a usted, me dice el enfermero que lo empuja.
Catalina, que lo escucha, se ofrece a cuidar mi bolso mientras voy a que saquen
la radiografía. Le digo que no, que no se preocupe, que tal vez la llamen por
fin y no pueda ir por cuidar mi bolso. Se sonríe mientras me alejo en una silla
de ruedas.
Último
modelo:
El aparato con el que hacen la ecografía parece tener más años que yo. Fue
fabricado por la General Eléctrica Española, filial antigua de la famosa
General Electric.
Me acomoda el brazo en un ángulo de 90 grados, o eso intenta, por lo menos, y
luego me cubre con un chaleco que más parece una armadura. Sale de la
habitación y luego viene el disparo.
-
Hay que repetir, dice.
-
¿Por el aparato?, pregunto, imaginando
que es culpa de la máquina centenaria.
-
No, es que se movió, dice. Quédese
bien quietico.
Sale de la habitación y dispara de nuevo. Me dice que
espere. Me dedico a mirar aquella máquina. Un mamotreto enorme que imagino debe
pesar un par de toneladas. Le tomo una foto al logo y lo recorro con los ojos.
-
¿Usted
es ingeniero, cierto?
-
Fui, le digo.
-
Se nota. Los ingenieros siempre quieren saber
cómo funciona todo.
Yo me río, y mientras me quita el chaleco y acomoda de nuevo
los papeles en la carpeta, me cuenta del aparato aquel.
-
Hay dos aparatos, uno nuevo y uno viejo. El
nuevo se daña mucho. Cada vez que se va la luz se daña la tarjeta interna y
toca buscar quien lo arregle. Este es mejor, ha aguantado todos los rayos y
tormentas posibles, y aquí sigue, como siempre. No siempre la tecnología nueva
es la mejor, porque a veces es más complicada. De todos modos nos dijeron que a
fin de año traen uno nuevo. Quién sabe si dejen este, ojalá que si porque aquí
se va la luz mucho. Igual, a donde lo lleven yo sé que va a servir.
Vuelva mañana:
Cuando vuelvo de la radiografía Catalina sigue allí, esperando. Me siento de
nuevo en la misma silla, entre azul y gris. Ella dormita el sueño de la espera,
yo empiezo a dormitar el del hambre.
Son poco más de las dos de la tarde cuando una doctora se acerca a Catalina.
Pone una mano sobre su hombro y la despierta.
-
¿Hace
cuánto comió?
-
A las
9 de la noche, dice ella.
-
Bueno,
voy a pedir examen de sangre.
Se acerca a la estación central y regresa. No han pasado
cinco minutos.
-
Las
operaciones de hoy ya están todas programadas, le dice, así que váyase a
su casa y vuelva de nuevo mañana.
Catalina dice que no. Que siempre es igual. Que van tres
días que ocurre lo mismo. Que ella no va volver, que ya no aguanta tanta
espera.
La doctora la mira y le dice que está bien. No trata de disuadirla, no trata de
convencerla de que se quede. Le dice que le va a traer un formulario de alta
voluntaria, que lo firme con su número de identificación. El formato dice que
todo lo que le pase será culpa de ella, pero a Catalina no le importa, imagino
que está cansada de esperar, de volver, de ayunar, de estar sola. Firma el
papel y la doctora nota que tiene una aguja en su brazo, de aquellas que se
usan para conectar la línea de suero.
-
Va a venir la enfermera a quitarla, dice.
La doctora se aleja y Catalina se quita ella misma la aguja.
Una paciente, a su lado, le da un paño húmedo para que pare el fino hilo de
sangre que de allí sale. Catalina llora.
-
Que impotencia, dice. Que rabia. No
tener plata pa poder pagar uno las cosas.
Se pone en pie y camina hacia la salida. Nadie la detiene,
nadie dice nada, tan solo se aleja. Pienso en el vigilante. Y estoy seguro de
que le dirá que, si sale, tiene que volver a empezar todo. Me pregunto si
también él usará los servicios del Sisben.
Vanidad:
Mariana tiene 14 años. Está en octavo en un colegio público en Rionegro. Ese
día salió a montar en bicicleta con una amiga. En una curva perdió el equilibro
y cayó al suelo. El médico que la atiende le pregunta que pasó, pero Mariana no
para de llorar. El médico le dice que se calme, pero ella cada vez está más
asustada. Lleva un buso de color blanco que se va llenando de parches rojos.
Aunque el médico insiste ella no se lo quita de la cara. El médico va a llamar
al acompañante. Unos minutos más tarde regresa con otra chica. Calculo que
tenga la misma edad.
-
¿Dónde está la mamá?, pregunta el médico.
-
Está
trabajando y no tiene celular, dice su compañera.
-
¿Y el
papá?
-
Está
sola, responde.
Cerca del 20% de hogares de Colombia son Monoparentales[iv].
De ellos, el 80% tienen a la madre como cabeza del hogar[v].
Mariana es parte de esa estadística.
La compañera le toma las manos y Mariana deja de llorar.
Tiene raspaduras sobre todo su lado derecho. Su mentón y su pómulo derecho se
abrieron con la caída. De allí sale la sangre. La inflamación hace que su ojo
derecho no se abra por completo.
El médico trata de revisarla, pero ella insiste en cubrirse la cara. No quiere
nadie la vea. Su cara quedó desfigurada, dice Mariana. La amiga que la trajo
dice que no, que la sangre es muy escandalosa, que espere. La llevan a un
espacio, justo al lado de las sillas, encerrado entre cortinas. El médico la limpia
y ella grita y llora. Escucho que le dice a la amiga que le sostenga las manos,
que hay que cogerle puntos. Mariana grita de nuevo. El médico alza la voz. Le
dice que se quede quieta o que decida si no se va a dejar tomar los puntos. Son
muchos pacientes, no puede esperar.
Ella tiene miedo. Llora. Tiene 14 años. Su acompañante tiene la misma edad. Pienso
que ambas están solas.
Después de un rato vuelve a la silla a mi lado. Se seca las lágrimas y pide a
su amiga le limpie la sangre; después le pide le preste un cepillo y se peina
dejando caer el cabello hacia el lado derecho. Le pregunta a su compañera si
así le tapa la cara.
El médico vuelve unos minutos más tarde. Le dice que no hay fractura en el
rostro, que no fue grave en realidad. Termina diciendo que el rostro se le
pondrá morado, negro incluso. Que estará así durante cinco días, pero que eso
es normal. Ella llora de nuevo. El médico le dice a la acompañante que le van a
dar el alta y que la acompañe para darle indicaciones. Recuerdo el refrán que
dice habla de un tuerto guiando a un ciego.
A mi lado, Mariana se peina mientras se mira en un pequeño espejo.
Cambio de
turno:
Mientras me examina, después de revisar la radiografía, Esther me hace llorar.
Le pregunto si se está vengando por el montón de mapas conceptuales que le puse
a hacer.
-
Debería profe, debería, dice, en medio de
una carcajada.
Su sonrisa ilumina la silla en que me siento.
-
Es muy doloroso, pero no hay nada mal. Las
radiografías están limpias, se las llevé al ortopedista por si acaso. Es sólo
cuestión de cuidarse y tomarse el antiinflamatorio.
Me manda unas pastillas, me venda, y me dice que me
inyectaran un antiinflamatorio. Me llevan al mismo espacio al que llevaron a
Mariana. La inyección me la pone una enfermera, y yo lo consideró una cortesía,
porque no tuve que desnudar las nalgas frente a una antigua alumna.
Detrás de la cortina me entrega los papeles para darme salida y un cd con las
radiografías.
Yo la miro y le pido permiso para abrazarla.
-
Claro profe, me dice.
Han pasado siete horas. Pasará una más mientras hago todos
los trámites de salida. Miro al vigilante, que ya es otro. Desde donde estoy
miro a las personas en la sala de espera. No reconozco a ninguno. Supongo ya
también hubo cambio de turno para los pacientes.
Antes de irme busco a Esther con la mirada.
-
Hasta luego profe, me dice.
-
¡Hasta luego, doctora! digo yo.
Es orgullo lo que suena en mi voz.
[i] https://www.asopartes.com/phocadownload/informes_2019/PARQUE%20AUTOMOTOR%20DE%20COLOMBIA.pdf
[ii] https://www.semana.com/economia/empresas/articulo/medicina-prepagada-se-volvio-impagable/202100/
[iii] http://achc.org.co/wp-content/uploads/2018/01/Realidad-Financiera-Hospitales.pdf
[iv] https://observatoriodefamilia.dnp.gov.co/Documents/Documentos%20de%20trabajo/D3-tipologias-evolucion_dic3-(1).pdf
[v] https://observatoriodefamilia.dnp.gov.co/Documents/Boletines/bolet%C3%ADn-3---observatorio-de-familias.pdf