¿Es inteligente el pulpo?
Me preguntas si es verdad, mi dulce niño, que los pulpos son muy listos. ¡Es cierto!, yo te lo digo.
En mis años de marino a algunos
pulpos he conocido. Y los he visto escapar de acuarios y de agujeros, caracolas
y peceras, de tarros y de jarros, de costras y de ostras; a uno, encerrado por
un niño que tu misma pregunta hizo, lo vi girar alguna vez la hosca y tosca
rosca de un viejo frasco de mermelada que, de sucio, daba asco.
Todo aquello lo aprendieron del más
viejo entre los viejos, del primer pulpo, el más antiguo. En el fondo del mar
su casa mantenía. Tenía miedo, óyeme niño, de la luz que desde el cielo
descendía, así que, quizás por cobardía, hasta el fondo del mar cabeza y patas
sumergía.
Pero aquel abismo tan oscuro era, que
el pulpo a nadie distinguía. Se sentía solo y triste, y si no hubiera estado
todo mojado, a ocho patas se hubiera secado las lágrimas que de los ojos le salían. Del corazón sacó coraje (¿ves que en la oscuridad también se puede ser
valiente?) y navegó aguas arriba, buscando algún amigo que le diera comparsa y
compañía. Indagó e inquirió, y buscó y revisó, y esculcó y escudriñó, y fisgoneó
y registró, y exploró y husmeó. Pero en aquel suelo marino, solo burlas había.
Aquel cefalópodo tan raro
era, que ningún animal marino con él trato quería. A otros, con menos carácter
y entereza, aquello los habría endurecido. Hubieran puesto sobre ellos mil
corazas, como lo hace el caracol o el cangrejo o la tortuga, que se ponen de
piedra por fuera para que nadie los hiera. Pero este pulpo buenos corazones
tenía (lo digo en serio, dulce niño, porque los pulpos tienen tres corazones en
su anatomía), y dejó de lado las cosas duras y más bien se vistió de blanduras. Y se puso
blando, tan blando, tan supremamente blando, que se le fueron chorreando las
cosas que tenía por dentro. ¡No te rías que lo que digo es cierto! El cerebro, al
interior, se le escurría, y en cada tentáculo un pedazo le cabía.
Dime tú, mi dulce niño, si tuvieras
nueve cerebros, ¿Cuántas cosas pensarías? El pulpo de esta historia empezó a
pensar por nueve. ¿Vale la pena buscar amigos entre quienes te consideran tan
raro que ni escucharte quieren? Buscaba compañía, aquello es cierto, pero los amigos
de verdad te aceptan como eres, incluso si eres pura cabeza y ocho patas. Si
los cangrejos le hacían gestos cuando lo veían, las tortugas se reían y hasta los
peces góbidos bajo la arena le escupían, aquello sería seña, de que su amistad
poco valía.
Para darles una lección a todos, se
paró el primer pulpo en aquel fondo marino. Con sus ocho patas dio tres saltos
y seis giros, cuatro volteretas, y diez y nueve sacudidas y, como atraídos por
el espectáculo, con más ganas de él se reían, se decidió el pulpo a mejorar su
truco: el cuerpo entero fue llenando de colores. Había luces amarillas, y luego
rojas y violetas, azules claras y otras oscuras, y luego verdes y también
naranjas, y dicen los que lo vieron (yo no estuve, pero creo que es cierto) que
sobre su piel salieron colores que ni siquiera nombre tenían.
Y cuando todos aquellos seres
marinos abrieron las bocas de asombro, llegó su acto final, ¡Oh, gran sorpresa!
En una mancha negra el pulpo mago desaparecía, y los demás animales marinos con
la cara manchada y la boca llena de tinta, ya de nada se reían.
Desde ese día, niño mío, el pulpo
escoge siempre sus compañías. Porque es más inteligente el que recuerda, que
los amigos verdaderos te quieren por lo que eres y no por lo que aparentas.