Despierto todos los días a las
4:35 am, aunque jamás pongo el despertador. Es la hora maldita. La hora
en que el abuelo me despertó.
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Ahora te quedarás conmigo, mijito.
Eso dijo, con esa esa voz de sal
y levadura y ese aliento caliente y espeso que chocaba contra mi mejilla. Tengo
diez años y escucho a la gente decir cosas: Que valiente es el abuelo que lo
cuida, pobre hombre tener que hacerse responsable. No saben que el abuelo tiene
vicios, o tal vez lo saben, pero no les importa. Solo notan lo visibles, lo
evidente. Todo lo permiten. Me dicen que son cosas de viejos y que los niños
buenos deben aguantarlas. No los entiendo. No puedo soportarlo más. Los
dedos del abuelo huelen a tabaco. El olor se me impregna en el cabello cuando
me acaricia la cabeza. Es el mismo olor que tenía a las 4:35 a.m.
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Yo me quedaré contigo, mijito.
La llamada del hospital ocurrió
esa noche. El abuelo fue el que contestó.
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Ya murió
No escuché el repicar del
teléfono. Tampoco la voz del abuelo al contestar o la voz al otro lado de la
línea. Sólo sentí al abuelo cuando entró a la habitación.
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Ahora te quedarás aquí, mijito.
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Ya tu mamá no está, mijito.
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Yo me quedaré contigo, mijito.
El aliento denso se condensa
entre mi oreja cuando me habla.
4:35 am. Me arreglo para salir.
Quisiera poder pasar todo el día en el colegio. Cuando llego la puerta aún está
cerrada, pero no importa. Allí no estoy solo. Pero el colegio se termina y debo
volver a la casa. Recorro lentamente el camino, esperando que ése sea el día en
que mis padres regresen, el día en que volverán por mí para nunca más dejarme
solo. Doy rodeos por calles que no están en la ruta, me detengo en las
esquinas, aunque los semáforos insistan en que puedo pasar. No importa; si llego
tarde tal vez les daré tiempo de llegar, tal vez el teléfono no sonará, tal vez
el abuelo no conteste, tal vez no tendré que quedarme.
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Yo me quedaré contigo, mijito.
4:35 am. Tengo treinta años, y
mis ojos aún se abren involuntariamente a esa hora, la hora del abuelo.
Estoy enamorado. Se llama Yomaira y no es como yo. Ella es… Es bonita.
Tengo cuarenta años, y me cuesta
dormir. Abro los ojos de nuevo. Yomaira ya no está.
Fue un amor profundo. Yo hubiera
querido más, casarme, tener una familia, tal vez un hijo de cabellos enredados
al que dejaría estar en paz. Nunca lo peinaría, nunca. Nunca lo dejaría,
nunca. Estaría a su lado y lo cuidaría siempre. Pero Yomaira no aguantó. Lo
intentó, yo sé que sí, pero no tenía estómago suficiente para aguantar lo que
me pasaba: el despertar en medio de las pesadillas, el sudor, los gritos a las
4:35 am.
Quise explicarle, pero nunca pude
hacerlo. No pude enfrentar los recuerdos, enfrentar los miedos, las manos sobre
el hombro, los juegos que el abuelo proponía en la noche y que me dejaban el
olor a tabaco.
Quise hablar con ella, pero nunca
pude.
-
Yo me quedaré contigo, mijito.
Tomo el autobús a las 4:35 am. Es
el primer autobús del día, es el único autobús del día. No podía ser de otra
manera.
Cuando el abogado llamó a dar la
noticia, atendí el teléfono. Pensé en Yomaira. Aún guardo la nota que me dejó.
Tengo el papel aquí, en medio de la billetera. No puedo quedarme contigo, eso
decía la nota.
Viajé hasta la casa. El abogado me
entregó la llave. Tardamos mucho en encontrar algún pariente. Sólo quedaba
usted. Todo estaba allí, justo como antes. La biblioteca con los libros, el
sillón café con las marcas de los quemones, la mesa que ponía al lado cuando
veía televisión, el espejo, el cenicero con los restos del último tabaco que
fumó. El olor ha impregnado las paredes y los muebles y los libros. Debo
empacarlo todo, arreglar las cosas, pero no sé cómo empezar. No quiero empezar.
Debería cerrar la puerta de la casa, pero en cambio abro las ventanas. Odio
estar aquí. Siento frio, pero no es por la corriente de aire. Trato de respirar
profundo, pero el olor del tabaco se me mete adentro. Me duele el estómago como
si hubiera recibido una puñalada. La nausea trepa y se acomoda en mi garganta.
Quiero vomitar, sacarlo todo. Camino hasta la ventana y saco la cabeza. Respirar,
concentrarme en respirar. Tomo una bocanada enorme antes de entrar de nuevo.
Camino por la sala y me detengo frente al espejo, el mismo espejo que miraba
cuando era niño. Ahora no tengo que empinarme para verme, y el reflejo me
devuelve un rostro viejo. Y familiar. Y doloroso.
Es mi rostro, sí, pero es el
mismo rostro del abuelo.
La imagen parece sonreírse, como
una sombra. Vuelve el malestar. Camino hacia atrás, alejándome del espejo. Sólo
consigo dar un par de pasos. De espaldas, tropiezo con la mesa. Siento el
cenicero que se mueve. El tabaco, el olor del tabaco al removerse las
cenizas. Tomo el cenicero y grito, mientras lo lanzo contra el espejo. Todo
se vuelve añicos. Pedazos de vidrio vuelan por la alcoba, fragmentos del espejo
caen al piso en cámara lenta, las cenizas vuelan, manchándolo todo. Las cenizas
parecen hojas en el viendo del otoño. Miro el piso con los trozos de vidrio
sobre el tapete. Todos ellos llenos de rostros que me miran.
La imagen del abuelo se refleja
infinitamente, mientras la ceniza cae sobre ellos.
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Yo me quedaré contigo, mijito.
Daniel Naranjo