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Tchaikovsky, Obertura 1812, movimiento final


En la sección "otras orillas" habitan algunos textos que no corresponden a Los pájaros [...], sino que hablan de otros asuntos de la vida. En algunos casos son fragmentos, en otros textos enteros. Hoy, un texto completo.




Tchaikovsky, Obertura 1812, movimiento final


Se lo que te pasó, claro que lo sé, fue la música, la maldita música. Decías que sin música no podías vivir, y mira, fue por eso.

Saliste de la cama con el sonido del despertador. Una vez te pregunté por qué tenías ese sonido como alarma y no ponías una canción que te gustara. Dijiste que no, —Oh Dios, ¡nunca!—. Eso fue lo que dijiste. Decías que poner una canción de alarma era matarla lentamente. Por más Vivaldi que sonara, Las Cuatro Estaciones se volvían aburridas si se usaban para despertar un día tras otro. Tenías razón, como siempre que decías cosas así, cosas intrascendentes, cosas que no le cambiaban la vida a nadie pero que te volvían a la cabeza todos los días. Cuando suena el despertador me acuerdo de eso. También cuando suena una canción que ponen en la radio tantas veces que se agota y ya no quieres escucharla más. Te recuerdo todos los días, claro, aunque no todo el tiempo. Puede ser sólo un segundo, con un gesto, con una palabra, no sé. La última vez fue con un helado. Preguntaste por qué lo pedía en vaso y no en galleta, y te dije que no me gustaba la galleta y dijiste que eso no importaba, que la galleta se degradaba y que el vaso no. Una tontería que no cambiaba la vida de nadie pero que me vuelve a la cabeza todos los días, sobre todo cuando pido helado. Ya casi nunca pido helado, ¿sabés? En últimas, no importa que sean cosas sin sentido, son como ocurrencias, cosas que siempre se recuerdan, pequeños detalles recurrentes, un eterno loop. También usaste esa palabra una vez. Me gustó como sonaba en tu voz esa palabra. Loop. La usaste para explicarme porqué la gente se movía como idiota con la música electrónica, —como en un trance— dije yo, y tu dijiste que era culpa del loop.

Bueno, ahora esto es un loop y yo estoy en él todos los días, desde que suena el despertador hasta que me acuesto. Y es por tu culpa. Ese día te preparé tostadas francesas. Dos huevos, azúcar y cuatro tajadas de pan. Decías que ibas a engordar, pero nunca lo hiciste ¿verdad?, nunca te salió la panza del que se la pasa sentado todo el día, ni siquiera los cachetes blandos de apoyarte sobre el violín. Dijiste que era por la bicicleta, pero no es verdad, era tu cuerpo el que era así, que lo vivía todo más rápido, que lo comía todo de una vez y no dejaba nada para después. Yo me engordo y me enflaquezco. La tristeza me quita kilos y la ansiedad me los da después. Me dirías que es un loop, lo sé.

Ese día ibas tarde. Tenías trabajo, dijiste; un toque y después vuelvo. No dijiste concierto, no dijiste recital, dijiste toque. Pensé que los violinistas no tienen permitido decir esa palabra, deberían tener la misma dignidad que tiene el instrumento. Toque es para los que interpretan guitarra eléctrica o sintetizador, pero tu dijiste toque. Toque.

Tomaste la bicicleta roja como lo haces siempre y saliste calle abajo. No revisaste que la puerta del parqueadero quedara bien cerrada, lo sé, porqué nunca revisaste una sola puerta en la vida. La vez que te encontré viendo porno en la pieza fue precisamente porque no revisaste la puerta. ¿A quién se le ocurre hacer eso? ¿A quién se le ocurre no cerrar la puerta? A ti, por supuesto que a ti.

Saliste por la calle que bajaba hacia la avenida. Te pusiste el violín en la espalda. Como si fuera un carcaj de flechas o una espada de vikingo. Un bárbaro moderno que sabe tocar a Paganini, qué ridiculez. Esas son las cosas que decías, que a los bárbaros seguramente les habría gustado Paganini o Tchaikovsky, con sus veinte cañones y campanas de iglesia.

Eso era lo que estabas practicando. 1812. Cada vez que la escucho te imagino por esa calle, pedaleando al ritmo del movimiento final de esa obertura, moviendo las manos con cada cañonazo, ¡Báng!, y ahí abrías las manos…

¡Báng! y ahí las moverías…

¡Báng!



Cuando me entregaron las cosas, los audífonos se habían roto. Tu reproductor de música, ese Ipod viejo, seguía reproduciendo la canción. Tres por ciento de batería, pero ahí seguía en un eterno loop. La pantalla lo decía: Tchaikovsky, Obertura 1812, movimiento final. Por eso supe que eso era lo que escuchabas ese día, por eso supe que fue la música que no te dejaba escuchar nada más. Te perdiste en ella como decías que se perdía el sonido de los violines con el escándalo que hacían las campanas en esa obertura.

Imagino tus manos… Me imagino el golpe como un cañón, báng, luego el sonido de los frenos y un báng de nuevo, la caída que hacen los violines justo antes de volver al tema principal, báng, y luego tú en el piso, tratando de agarrar el violín para que no pasaran sobre él, báng, los autos en la avenida, los rebotes que diste sobre la calle y los autos en sentido contrario, báng, los pitos reemplazando las trompetas que van en crescendo cada vez, báng, los golpes, pasando uno sobre otro, y luego sobre ti. Báng,



Báng.



Báng.



Tu arco del violín se rompe.

Termina el concierto y sólo queda este maldito loop de recordarte.